BAJO LA SÁBANA


Gracias por favor concedido

Por Fran-cisco Pérez B.

A Emile Dubois y sus deudos.


Se sentó con las piernas separadas, había tanto misterio en Fernanda, eran casi las seis de la tarde y ya no quedaba nadie cerca del edificio C, él la esperaba con un libro en la mano, prendía un cigarro, prendía otro, miraba el reloj, y se veía en el tiempo, hoy fue otro ayer mas, pensaba, otra cortina de cielo repetida, y no podía concentrarse en las letras que veía bailar frente a sus ojos, las verdades del alma, versos hermosos y más basura.



Curioso, lo que son las coincidencias, siempre que hay una historia inconclusa llega la creatividad, el “que pudo haber pasado”, decenas de posibilidades en oposición a la verdad, una calle vacía y mucha hambre, esa tarde, cuando ya eran pasadito las siete y media, él se paró, un poco confundido, dejó su libro en el piso y caminó. La calle entonces se le vino a la memoria, para evitar pensar contó los pasos desde el edificio C hasta el primer semáforo, imposible, su mente volaba como los segundos de un orgasmo forzado, y veía de nuevo sus piernas cruzadas, los fósforos tirados en el suelo, y sobretodo sentía la rabia que se le convertía en tristeza y la tristeza en una profunda gotera imposible de tapar.

Fernanda no hacía promesas, tenía una capacidad abrumadora de esconder la mentira, de crear verdades opuestas, de cambiar el rumbo de los hechos a su favor. Le gustaba escribir de vez en cuando, o salir a bailar, pero todo terminaba por aburrirle, y de nuevo meditaba en un nuevo comienzo, una nueva forma de levantarse, de poner los pies en el suelo, de abrir la llave del lavamanos. Ese día pensó en él hasta las cinco un cuarto, luego no quiso saber nada mas de nadie, ni de nada, o al menos eso fue lo que creyó.

Tiene un nuevo mensaje de texto, miró el celular, nada nuevo, gracias por favor concedido. Sonrió lentamente, era la primera ronda de la noche, sintonizó la radio de los clásicos de siempre, Connie Francis se enamoraba otra vez de los chicos del barrio. Odiaba tanto los semáforos en verde, él apostaba por el rojo, solo por el color, que importaba la espera cuando llevaba más de cien años esperando. Prefería que le llamaran Milo, usaba barba por la infantil convicción de pasar desapercibido, como si alguien lo fuera a reconocer, había aprendido el negocio de los colectivos casi por necesidad, por descarte se podría decir, es que cuando uno está muerto las posibilidades se acortan, y solo queda esperar como alma en pena, literalmente hablando, algún escape, una prolongación de la carne.

El celular era un aparato bastante útil para este caso, desde hace un tiempo ya, la gente, y hablamos de gente como un ente aparte, como si fueran en conjunto otra especie de ser humano, porque la gente nunca es uno, porque rara vez uno se cuenta efectivamente entre la gente, porque se habla de la gente casi con miedo, con profunda cavilación mística. El asunto es que la gente lo había descubierto bajo mucho polvo, en uno de esos cementerios antiguos de la ciudad, con restos mortales de lágrimas y flores de plástico. Nadie sabe a quién se le ocurrió que Milo seguía de alguna manera vivo, que su muerte había sido injusta, que quizá de muerto tenía solo su nombre escrito en la lápida, y un día, de esos que están dichos desde hace mucho tiempo, una vieja, viuda de hijos y de padres, con el corazón demasiado inquieto para la vida, le dejó una pequeña carta con sus más deliciosas penurias.

Pasado el tiempo, ella volvió, con una de sus no-amigas, esas conocidas de la cuadra que miran siempre detrás de la ventana, de esas que espían cuando el perro ladra, cuando alguien canta, cuando es muy temprano o muy tarde para reír demasiado fuerte, en fin, esa forma que tienen ciertas señoras de vivir otras vidas sin moverse del escritorio como se dice, una de esas señoras ociosas que disfrutan su tiempo sentadas en una sillita, con un termo, y mucho té. Ellas dejaron otras cartas y un par de rosas.

Tiempo después Milo se hizo popular y su lápida ya no era un sucio pedazo de cemento, habían flores frescas, plaquitas de agradecimiento, cientos de favores concedidos, hasta banderitas chilenas, y una que otra de su patria, la lejana Francia. Milo no entendía que había hecho, pero le agradó la idea de que adornaran su casa gratis, y hubiera peregrinaciones de señoras y hombres patéticos en su nombre.


Así pasaron muchos años y un día decidió marcharse, juntó algún dinero y se compró un auto, un celular y algo de ropa. Hay que ir con los tiempos, pensaba, estaba bien todo eso del cementerio y la tranquilidad, las banderitas jugando eternamente con el viento, muy bonito, muy poético, pero todo aburre en esta vida, o en esta muerte, en ese sentido Fernanda no era una muchacha excepcional. Milo hizo un esfuerzo sobrehumano para obtener la licencia para conducir, en su tiempo solo conocía los caballos y las continuas fugas de la policía. Le pareció llamativo, hay que decir que Milo no era un hombre que se impresionaba fácilmente, era el feliz dueño de una parsimonia exquisita.

La primera noche como chofer le pasó una anécdota simpática, iban a ser las once cuando tomó un pasajero cerca del edificio C, era un muchacho de unos veintitantos años, al sur, le dijo, y claro está que Milo no sabía muy bien hacia donde estaba el sur, por lo que manejó sin preocupación, la música sonaba como siempre, era uno de los inventos que más agradaba a Milo, sentía un placer inmenso imaginando a los muertos cantándole casi al oído, puedo fumar?, le preguntó el muchacho, la que más le gustaba era Connie Francis, puedo fumar?, y sin respuesta prendió uno de los últimos cigarros que le quedaban.

Ninguno de los dos dijo palabra alguna, Milo cantaba para él, y el muchacho fumaba y miraba hacia ninguna parte, recordaba a una de esas escenas de alguna película de bajo presupuesto, donde la falta de cámaras y la presión sicológica era evidente. El muchacho pensaba en Fernanda, que estaría haciendo en ese momento, en lo absurdo de su espera frente al edificio C, se sentía abandonado junto al hombre de barba, como dos fantasmas en distintos planos, prefirió cerrar los ojos, como una forma inútil de no pensar en ella.

Fernanda en ese momento bebía vino, y miraba el último número marcado en su celular, tenía una habilidad asombrosa para digitar palabras en el teléfono, nunca se sabía nada con ella, las treinta páginas de su vida estaban desparramadas allí, y eso, al menos, lo sabía.



Del otro lado sonaba un timbre desde el celular de Milo, gracias por favor concedido, sonrió por cortesía y miró por el espejo retrovisor, pero ya no veía al muchacho, ni tampoco vio la calle ni los semáforos. Estaban otra vez frente al edificio C, había mucha gente alrededor, vidrios rotos y algo de sangre, como siempre, nadie vio a Milo guardar su teléfono, abrocharse la chaqueta y caminar tranquilamente por la oscuridad, pensaba en las maravillas de la época, encargos por mensaje de texto.

El muchacho agonizaba junto a sus cigarros y su pena, era casi la medianoche, y como siempre ocurre en estos casos, la gente, esa misma gente de los cuentos y los noticiarios, salió de todos lados, como si hubieran estado esperando bajo las piedras o detrás de los árboles. Fernanda miró nuevamente su celular, su mensaje ha sido recibido, se sirvió mas vino y allí se quedó toda la noche.

Emile Dubois 1867 - 1907


Q.E.P.D.






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